Era un día de verano, de Agosto para ser más exacto.

La noche se estaba acercando, mientras el sol se alejaba escondiéndose entre las ramas del bosque que se veía a la otra orilla del Arga.

Jugaba éste con las hojas y el viento. Los tres unidos eran como una bailarina fugaz y endeble, que se mueve chispeante, tímida y alegre por las luces y sombras, al ritmo de una música provocadora, sencilla pero insistente, suave, melancólica, parecida a las farolas de una calle que se encienden una a una, cuando la noche nos abraza en la fría ciudad.

Le gustaba poder asistir a ese maravilloso espectáculo natural. Se pasaba sentado horas y horas, días y días, escuchando, observando, sintiendo lo que nadie le había hecho sentir jamás. Vivo.

Nadie le entendía.

Era vida lo que sentía, reposada en aquella porción de esperanza. Le encantaba esa sensación.

A veces se entristecía porque lo que sentía estando allí, la vida, la paz, la libertad, no eran eternas.

Sólo aquel bosque de elevados y vigorosos chopos, que entre sus raíces albergaban silencios y vivencias de profundidades húmedas, y sólo aquel llanto de las montañas que ríen por estar cerca de Dios, eran capaces, con sus movimientos cariñosos, sonidos que acarician el alma, y paisaje agradecido a los ojos que le quieren, de hacerle soñar, y soñar bello, como decía su criada latina que había venido desde las américas para escapar de todos los «españolitos» que habían escapado a ellas. Gran paradoja.

A veces hablaba con un chopo, o con una de sus ramas, o con una de sus hojas, o con una piedra del río, o con el viento, o con Dios, y le agradecía. Otras veces se levantaba y cantaba o paseaba. Pero lo que más le gustaba era moverse como lo hacía el viento a la vez que imitaba su sonido, el de una gran sinfonía que se escuchaba tan clara, tan natural…

De vez en cuando creía escuchar al viento enfadado que no le gustaba tener representante humano, y él también se enfadaba, y le gritaba, mientras extendía los brazos y daba vueltas:

«¡Enséñame cómo eres! Quiero ser brisa, ráfaga, huracán… ¡Enséñame!»

«¡Soy Ventus!» (y así se hacía llamar, despertando entre sus cercanos una compasión tierna que no entendía sus ansias).

¡No te enfades! Sé que lo hago mal, pero tu tampoco me corriges. Enséñame y seré un buen representante, y todos te conocerán y querrán ser como tú… pero yo… (decía rozando el delirio mientras caía exhausto en la cama verde)… yo no les enseñaré (sonriendo pícaramente, cansado, sin aliento).

Después se calmaba mientras escuchaba atento las enseñanzas pajarillas de los que moran en el viento y descansan cerca del cielo. También les entendía. Era el único. Eso le convertía en alguien especial, y por eso no se lo contaba a nadie. No decía lo que había conocido con el corazón, aunque casi todo el pueblo conocía sus andanzas imaginarias.

A veces invitaba a aquel lugar a chicas, para que conocieran un poco lo que el más amaba en el mundo, pero ellas se aburrían. No veían nada especial. No sentían la vida corriendo por el río, o jugando entre las ramas, o latiendo en su corazón, y no volvían más.

Pero a él no le importaba, era feliz. Estaba sólo pero era feliz. Estaba vivo y por eso era feliz. Vivía en la naturaleza y la naturaleza vivía en él. Era un misterio. Era la perfección de la unión. Nunca fusión. Ni el amor más puro entre dos amantes podía superar jamás aquel quererse del viento fiero y su representante terrestre imperfecto, aunque de perfecto amar.

 

¿Eres tú capaz de amar así?

 

Aquel día, aquella noche que ya se había instalado, fue diferente, fue la definitiva.

Se quedó dormido sobre la hierba que empezó a ser fría y puntiaguda. Enseguida se despertó. No conciliaba el sueño. Una sensación extraña recorría todo su cuerpo de arriba a abajo: una inquietud, una angustia, todo era diferente. El viento atropellado y furioso, ya no acariciaba las hojas y éstas no se movían a su dulce compás. Las ramas peleaban. Unas se movían, otras reprochaban el movimiento, otras caían. Todo ello simulando el movimiento de una danza grotesca que bien podía definir la violencia, el dolor.

El río bajaba amenazante y tenso. Parecía desafiarle a que se acercara a sus cantos o precipicios, y así lo hizo: «Si me mojó la cara, me despertaré. Creo que todavía estoy soñando» pensaba.

Se acercó a la orilla del río, mientras intentaba comprender lo que el viento ronco le gritaba. Se mojó las manos. El agua estaba helada como nunca. Se humedeció la cara y despidió algunas piedras a la mitad del rio para recordar su instantáneo sonido y su grave descenso. Esta vez no sintió cómo las piedras llegaban al fondo. Algo raro pasaba. Cada vez era más fuerte. Más presión en el ambiente.

Silencio.

 

No era ese maravilloso paraje que amaba, y éste tampoco le estaba amando. Más bien parecía despacharle. Despreciarle. Esto le dolió y decidió irse después de tirar la última piedra.

Fue insólito. Cuando fue a lanzar la piedra, se dio cuenta de lo que estaba pasando. No estaba solo. Alguien permanecía de pie al otro lado de la orilla a punto de lanzar una piedra al río, como él. Lo miró perplejo. Nadie había cruzado nunca hasta la otra orilla, y le aturdió.

«¿Soy yo?» `pensaba asombrado. Mientras bajaba el brazo, la imagen de enfrente también lo hacía. No entendía nada. Se quitó la camisa y los zapatos. Se lanzó sin saber por qué al río dispuesto a cruzarlo y…pensando que, al llegar al bosque que tantas veces le había hecho soñar, quizás aquel misterioso hombre le podría echar una mano.

Nadaba. Movía los brazos y las piernas al ritmo de su alma. El río le golpeaba. No le dejaba avanzar. Le decía «regresa».

Pero él no escuchaba. Sólo nadaba, nadaba, nadaba hacia…

Casi ya estaba en la orilla. El cansancio y el sufrimiento no perdonaban. Necesitaba que aquél hombre le ayudara. Le gritaba desde el agua pidiendo ayuda. A pesar de que permanecía inmovil mirándole. No se inmutaba. Tocó la orilla. Tocó a aquel hombre. Era él. Era uno de sus sueños. El peor de todos. Un sueño prohibido. Un sueño mortal. Soñó lo que jamás debería haber soñado. Ser parte de aquel paisaje, ser tan bello como la naturaleza. Ser viento, ser río y ser bosque, y no ser hombre, no ser él.

Silencio.

 

Mientras caía río abajo dejándose llevar por el llanto de la muerte, se dio cuenta de que la naturaleza es naturaleza. Y el hombre es hombre. Puedes admirarla, sentirla, amarla, pero nunca ser ella, ser cada uno de los elementos. Ser lo que no eres. Que cuando quieres ser algo que no eres, es que lo que realmente eres está ya muerto.

Cuando se dio cuenta lloró con el río y escuchó al viento, que justo al morir le dejaron ser parte de ellos. Sólo él lo había conseguido y le costó la vida. Pero fue feliz.

 

Si eres capaz de ser tú sintiéndote parte de la naturaleza, serás capaz de llorar con el río, bailar con el viento y cantar con las hojas afinadas, serás capaz de amar, capaz de ser y sentirte libre y en paz a través de ella.

Y si paseas alguna vez a orillas de un río, y ves una chopera melancólica, de movimientos lánguidos y recuerdos de amor visual, siente y vive lo que Ventus fue capaz de vivir. Recuerda siempre quién eres, con naturaleza o sin ella, nunca olvides lo genuino que eres, y si se te olvida, acuérdate que al menos eres maravilloso por una cosa: por estar vivo y poder ser parte de la naturaleza. Por poder apreciar la perfección en la imperfección más perfecta de éste mundo, de ésta vida. Sé feliz, siempre existen motivos. No lo olvides.

 

Silencio.

 

Javier Alberdi